miércoles, 5 de marzo de 2014

La vergüenza

"Otro valor perdido es la vergüenza. ¿Han notado que la gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que entremezclados con gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones como si nada? En otro tiempo su familia se hubiera enclaustrado, pero ahora todo es lo mismo y algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan como a un señor". Ernesto Sábato. La resistencia.

Si es cierto el viejo adagio de que "somos lo que leemos", parte de lo que actualmente es quien esta entrada escribe procede de El túnel de Ernesto Sábato. Necesarias lecturas iniciáticas de jóvenes y presuntuosos aspirantes a intelectual. ¿Cuál fue la tuya, querido y ex-principiante lector?

Si es cierto, además, que contraemos una deuda con los autores que escribieron esos libros y con aquellos que nos los presentaron, quien esta entrada escribe se confiesa acreedora de Ernesto Sábato y de aquel compañero de universidad que, en su día, compartió con ella su juvenil canon literario. La segunda deuda no tiene visos de ser ya saldada; la primera tampoco, aunque estas letras pretendan ser un homenaje a este autor argentino que, según la wikipedia, cultivó la escritura, la pintura y la física. 

En el año 2000, último del milenio anterior, Sábato dirigió cinco cartas a sus lectores bajo el título de La Resistencia. En ellas, haciendo gala de una inusual lucidez, alerta sobre las consecuencias de la consideración economicista del ser humano que al final confluyen en la sociedad del miedo, de lo virtual, hundida en y por su propio nihilismo. En esa desvalorización de los valores cuasi nietzscheana, la desvergüenza se ha convertido en moneda de cambio en las plazas más variadas.

En una de las primeras clases introductorias de 1º de Bachillerato, se presenta la distinción clásica entre economía normativa y economía positiva: o la dicotomía entre deber ser y ser. Una clasificación más académica que real, en la medida en que la economía es una ciencia humana (adjetivo que puede resultar para muchos algo incómodo o de difícil manejo). Dicho de otra forma: los juicios sobre lo que la realidad económica debería ser no son ajenos a lo que de hecho es. En este sentido, una de las caras de la desvergüenza es el divorcio entre lo que algunos productos financieros son y lo que deberían ser, v.g., las preferentes. 

Antes de seguir avanzando, conviene definir qué son estos instrumentos financieros llamados 'participaciones preferentes'. Grosso modo, estos productos de inversión constituyen un híbrido entre obligaciones (títulos de deuda, que convierten a sus poseedores en acreedores de una empresa) y acciones (títulos que convierten a sus poseedores en propietarios de una sociedad anónima). Las obligaciones son títulos de renta fija (su propietario conoce el tipo de interés que recibirá como "pago" a su préstamo) y, en ese sentido, no presentan grandes riesgos. Las acciones, por su parte, permiten participar en las decisiones sobre la vida de la empresa, pero no son títulos de renta fija, pues no tienen fecha de vencimiento. Si la empresa obtiene beneficios, los accionistas podrán cobrar sus correspondientes dividendos. Pues bien, las participaciones preferentes son semejantes a las obligaciones en la medida en que convierten a sus propietarios en acreedores de las empresas emisoras (en este caso, los bancos), pero el interés que reciben como compensación es variable, a diferencia de las obligaciones: la entidad paga una rentabilidad según sus resultados, llegando incluso a no pagar nada (si los resultados son negativos). En este punto, son semejantes a las acciones, sólo que, a diferencia de éstas, no confieren el derecho a voto. Asimismo, como las acciones no tienen fecha de vencimiento, por lo que pueden considerarse títulos de deuda perpetua. El banco si no quiere, no tiene por qué devolver el valor del título a los inversores.

A pesar de todo, el atractivo de estos productos es que, en época de bonanza, ofrecían rentabilidades muy altas (cercanas al 7% según la OCU). Son, por ende, un instrumento interesante para inversores con un perfil arriesgado y con conocimiento de causa. 

¿Cuál es el origen de la desvergüenza? El que esos productos se vendan a pequeños inversores con escasos conocimientos financieros y que descubren, con estupor, que sus ahorros están blindados y que no pueden ser recuperados. 

¿Cuál es la epítome de la desvergüenza? Leer en la prensa que el expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa alegue ante el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu que los jubilados que adquirieron participaciones preferentes de la entidad no eran "ignorantes financieros" y que en todo caso eran "responsables" de lo que firmaban. Ante esta declaración no queda otra que preguntarse con Sábato: "¿acaso no es un crimen que a millones de personas se les quite lo poco que les corresponde? ¿cuántos escándalos hemos presenciado, y todo sigue igual, y nadie -con dinero- va preso? La gente sabe que se miente, pero parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir. ¿Hasta dónde vamos a llegar?". Lúcido Sábato.









viernes, 28 de febrero de 2014

El tiempo entre pañales

"Y la vida escapando,
Como sangre sin cárcel,
Desde el fatal olvido en que caías"
Luis Cernuda, La realidad y el deseo

Y estos dos años se han escapado entre ecografías y pañales. De nuevo Virgilio y su fugit irreparabile tempus. Un buen tema para retomar los mandos de este barco que navega sin rumbo por los océanos virtuales. Pero tal vez algún principiante se pregunte qué relación mantienen el tiempo y la economía más allá del tópico del "tiempo es oro". 

Mis alumnos de 1º de Bachillerato se bautizan en esta disciplina con la consigna de que el principal problema económico es la escasez. Desde esta perspectiva, no resulta difícil advertir que el tiempo es un bien escaso. ¿Quién no ha deseado en alguna ocasión que el día tuviera más de 24 horas? ¿Quién no ha querido estar en las campanas y repicando? ¿en el fútbol y en una fiesta? Por tanto, si se acepta que la economía ha de abordar el problema de la escasez, está claro que el uso del tiempo forma parte de su objeto como ciencia humana.

Otra manera, quizás más técnica de encarar la relación entre el tiempo y la economía reside en el concepto de 'coste de oportunidad'. Cuando alguien invierte -el uso de esto verbo no es casual- su tiempo en una actividad (o incluso en la ausencia de ésta), está renunciando a emplearlo en otra alternativa. Tanto es así que incluso es posible asignar un valor monetario a ese empleo del tiempo. Un corolario inquietante se impone: el sistema capitalista ha convertido el tiempo en un producto más. 

En este tiempo entre pañales, he tenido ocasión de volver a ver la magnífica película El empleo del tiempo de Laurent Cantet. A través del drama vital y dolorosamente actual del personaje principal, un padre de familia despedido de su empleo y que finge seguir ocupado como funcionario de la ONU, el espectador no puede dejar de pensar en la deriva que ha tomado la concepción del tiempo. Tiempo concebido como mercancía, como valor de cambio, que sólo cobra sentido en la medida en que es empleado en "algo útil" y ante el que se experimenta una suerte de horror vacui cuando no se dedica al negocio (nec-otium, no ocio). La consecuencia es que el ser humano se ha convertido en empleado y no en señor de su propio tiempo: la alienación moderna por excelencia. 

¿Cómo recuperar el concepto de tiempo perdido en un sistema como el nuestro? Difícil empresa, en la medida en que, precisamente, lo que se ha limitado es el campo de elecciones personales. Tal vez lo único que quepa sea reflexionar sobre el propio empleo del tiempo. En mi caso, durante mi tiempo entre pañales.